Honrando a tu padre y a tu madre... como hijo(a) de padres divorciados

Cuando reflexionamos en nuestro deber como hijos de padres separados o divorciados la mayoría de nosotros tenemos alguna idea del Cuarto Mandamiento, honrar a padre y madre.  Uno de nuestros retos principales es el de desenredar nuestros sentimientos hacia nuestros padres ya que habiendo sido privados de nuestra unión familiar fuimos impactados notablemente en nuestras vidas.

El Cuarto Mandamiento nos enseña que el respeto de los hijos por su padre y su madre es un requisito del mandamiento de Dios (Catecismo de la Iglesia Católica (CCC) 2214). Nos recuerda que los hijos adultos tienen responsabilidad hacia sus padres durante su vejez incluyendo la ayuda material, apoyo moral, ayuda durante la enfermedad, y apoyo en su soledad y angustia (CCC 2218).   

Incluidas también hay ciertas demandas para los padres.  Los padres deben de considerar a sus hijos como ‘hijos de Dios’ y respetarlos como ‘personas humanas’ (CCC 2222). “Es una grave responsabilidad para los padres dar buenos ejemplos a sus hijos.  Sabiendo reconocer ante sus hijos sus propios defectos, se hacen más aptos para guiarlos y corregirlos… Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor (CCC 2223).  (Para instrucción completa, por favor, refiéranse al Catecismo de la Iglesia Católica, Artículo 4 sobre el Cuarto Mandamiento #2197-2257).

Después de leerlo todo, reflexioné que posiblemente no fui considerada como una hija de Dios,  ni el ejemplo de mis padres fue el mejor.  Ellos se separaron cuando yo tenía once años y se divorciaron cuando yo tenía quince.  Mi padre continuó su vida mientras que mi madre se ahogaba en su tristeza.  Siendo hija única, me sentía perdida.  No recuerdo escuchar a mis padres admitir sus fallos, y me preguntaba si las correcciones hacia mí eran justas. Cumplieron con su deber educativo inscribiéndome en escuela Católica pero la práctica religiosa era casi inexistente hasta que mi madre se convirtió en fiel creyente.

Entonces, ¿qué aprendí del Cuarto Mandamiento?  Que lo más probable era que tendría, caritativamente, que atenderlos en su vejez.  Necesité  interpelar mis sentimientos y aceptar que en esa etapa ellos necesitarían mi ayuda.  Comprendí que si quería crecer en mi fe, tendría que aceptar el mandato de  Dios por muy difícil que fuera.

Después que decidí ser obediente a Dios y cumplir con el Cuarto Mandamiento, mi vida cambió totalmente.  Fue frustrante, pero tuve que aprender humildad y a comenzar un proceso de liberación.  Fue entonces cuando decidí convertirme en el chofer de mi padre por cerca de tres años llevándolo a sus citas médicas y otras actividades. Pasamos tanto tiempo en el auto que no nos quedaba otro remedio que conversar de amplios temas. De vez en cuando me sentía incómoda por algún comentario, pero pensándolo bien, esos momentos fueron cuando más unidos estuvimos.  Al finalizar sus días, me sentí bendecida al escuchar su agradecimiento por mi ayuda. 

En cuanto a mi madre, nuestra relación era distinta. Habíamos pasado juntas los momentos  más duros. Después de mi matrimonio, vivíamos cerca una de la otra. Era muy triste saber que ella nunca pudo superar el trauma del divorcio y esa tensión nos afectaba a todos. Ella sentía necesidad de vernos diariamente y así la consentimos. Cuando dejó de conducir, también opté por llevarla a todas sus citas, incluyendo a la Iglesia.  Según iba deteriorando, más se me dificultaba la situación con ambos, pero por la gracia de Dios, pude alcanzar la meta.

Mis padres fallecieron en un término de quince meses. Interiormente me sentía vacía ya que había pasado esos últimos años muy cerca de ellos.  Aunque se aligeraba mi pesar, me tomó tiempo reorganizar mi mente, mi corazón, mi vida en general.  La negatividad que guardaba dentro de mí empezaba a desaparecer y me sentía extraña. Lentamente me estaba desconectando de ese pasado duro y fue entonces que empecé a sentirme libre de ser quien soy. ¡Esto era alucinante!  Han pasado tres años y medio y me falta mucho por conocer de mi misma.  Soy una obra en proceso, tal como lo somos todos.

Finalmente, descubrí que nada permanece igual y que cuando me abro a aceptar cambios, las situaciones fluyen mejor.  La constancia de mi fe fue lo que me ayudó a mantener mi cordura.  Cuando me quería rendir y desaparecerme, mi fe me mantuvo firme. Comprendí que aun hoy, mi relación con Jesús y María es mi ancla.

Después de mucho discernimiento, decidí honrar a mi padre y a mi madre y le di la oportunidad a Dios de trabajar en mí. Pude reconocer la vulnerabilidad y las debilidades de ambos.  Supe que yo quería ser una mejor hija de Dios y al reconocer mis propias imperfecciones, me di cuenta que ellos también eran imperfectos. Me di cuenta que seguramente tenían su propia herida silente y retraían sus emociones igual que yo. 

La frase determinada determinación de Sta. Teresa de Ávila me brindó la ayuda que yo necesitaba.  Permití que sus palabras influyeran en mis actividades diarias.  Para poder cambiar mi vida era necesario estar determinada y que mi determinación se convirtiera en mi requisito personal.  Sta. Teresa fue monja Carmelita, la primera Doctora de la Iglesia, autora y fundadora de varias comunidades de clausura para mujeres. Su influencia llevó a San Juan de la Cruz, también monje Carmelita y Doctor de la Iglesia, a fundar varias comunidades para hombres.  Ella fue ejemplar para mí.  Me hizo pensar que si ella pudo lograr tanto, ¿qué era lo que me detenía a mí? Me detenía la falta de decisión. Si quería sanar mi herida interior, entonces me parecía que el Cuarto Mandamiento podría ser un buen punto de partida.

Hace un par de domingos, el Evangelio trataba sobre la parábola de los dos hijos (Mt 21,28-32) y al escuchar la lectura me relacioné con el primer hijo; ese que inicialmente desobedeció a su padre y después cumplió con su mandato.  Yo estaba haciendo lo mismo, quejándome porque no quería aceptar responsabilidad por mis padres, pero, supuse que Dios en su sabiduría conocía mi corazón y sabía que yo cumpliría con mi deber según mi capacidad.  Así fue que pude sentir esa maravillosa sensación de paz sin remordimiento.

Al ser hijos de padres separados o divorciados, todos tenemos nuestras propias experiencias pero compartimos un hilo común que nos permite comprendernos unos a otros.  Habiendo  pasado por la rotura de nuestras familias de origen debemos contemplar cómo queremos vivir nuestras vidas.  Podemos decidir, con la ayuda de Dios y de otros, sanar nuestro dolor.  Podemos darle permiso a Dios para que nos sorprenda con su santa voluntad.  La frase no tengamos miedo, aparece en la Biblia unas 365 veces, pensemos en esto. Dios está siempre presente y sólo espera a que nosotros le pidamos su ayuda.  ¿Qué tal si nos decidimos a obedecer el Cuarto Mandamiento y Dios mismo nos lleva a comenzar nuestra sanación?

La siguiente oración fue escrita por Santa Teresa de Ávila y es una fuente de esperanza y paz para mí.  Espero que lo pueda ser para ustedes también.

Nada te turbe,

Nada te espante,

Todo se pasa,

Dios no se muda.

La paciencia todo lo alcanza.

Quién a Dios tiene,

Nada le falta.

Sólo Dios basta.

 

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Graciela Rodríguez y su esposo llevan 50 años de matrimonio.  Tienen un hijo y una hija, ambos casados, y una nieta y dos nietos. Ella tiene una maestría (MA) en Ministerio Pastoral (2016) de Barry University.  Su proyecto pastoral: Maestro, ¿dónde vives? Vengan y vean. La Dirección Espiritual, Caminando con Jesús fue publicada por la Orden Pía (Escolapia) en su revista Analecta Calasanctiana.  Ella ha servido como líder de grupo de apoyo de Life-Giving Wounds en Miami, Florida.